Especies tan encantadoras y misteriosas como las lechuzas y los búhos encarnan diferentes simbologías en las culturas universales.
En el lejano Oriente son sagrados guardianes de la vida postrera, veedores y custodias de las almas en su transición de un plano de la existencia a otro. Los antiguos griegos relacionaban a estas especies con Atenea, diosa de la sabiduría y la predicción. También las inscribieron en monedas, asociándolas con riquezas. En América, varias tribus aborígenes las relacionaban con sabiduría y conocimiento sagrado. Algunos usaban sus plumas en la cabeza para espantar al enemigo. Estas criaturas estrigiformes, aves rapaces nocturnas, son asociadas en Europa, particularmente por los celtas, con clarividencia y conocimiento. Su comportamiento en las ciudades modernas resulta curioso: prefieren las torres de las iglesias, los campanarios, los techos de los edificios. Y los estadios.
Esa razón instintiva, y ninguna otra, es lo que llevó a una familia de lechuzas a anidar entre los recovecos del estadio Roberto Meléndez. Quisiéramos pensar en Barranquilla que de verdad las aves son junioristas, y que su pasión rojiblanca las trajo desde los montes hasta nuestro templo deportivo y de allí a emprender su grácil vuelo durante los partidos del equipo. Cada cual tiene derecho a ver las cosas desde su propia perspectiva, sobrenatural si se quiere, incluso al punto de tomarse en serio lo de que cuando vuela la lechuza está vaticinado un triunfo.
Pero analizando ya en frío y con absoluto pragmatismo los hechos del pasado domingo, hay varios factores terrenales y concretos que considerar, incluso más allá de la verdad unidimensional de que el defensor panameño del Deportivo Pereira Luis Moreno es el único gran villano.
Ya en el pasado la lechuza había evidenciado el mismo comportamiento que le vimos el domingo. El ruido de la multitud y la luz artificial, en la hora activa de su biorritmo, la alteran y la llevan a posarse en la gramilla, como atontada. Allí, en ese mismo punto en que se produjo la desafortunada agresión, había estado durante varios minutos. ¿Por qué el árbitro o alguna autoridad del campo no ordenó sacarla y protegerla? Es menester recordar también que, justo antes de la brutal patada de Luis Moreno, la lechuza recibió un balonazo, consecuencia de que —embrutecida por los factores ajenos a su naturaleza— hubiere perdido su rumbo en la noche.
Luego vino la salvaje patada, imagen que le ha dado la vuelta al mundo. ¿Cuántos colombianos, panameños, venezolanos o habitantes del tercer mundo habrían incurrido en la misma conducta cruel y despótica del gigante Moreno? Imposible determinarlo, pero basta recordar que hace año y medio el jugador del Junior Jaider Romero también pateó a una lechuza ante el estadio lleno. Y ese tipo de actitud hacia los animales no solo corresponde a lechuzas en campos de fútbol, sino también a perros —como la que salvajemente fue muerta por policías—, pájaros cantores y casi toda criatura a la que se le ocurra la mala idea de cruzarse en el camino arrasador de ciertos humanos.
El problema entonces es mucho más complejo y generalizado que el que tanto movimiento mediático ha suscitado. Parte de los retos contemporáneos del hombre, de buscar una interacción armónica y sostenible con el planeta, no sólo se refiere a proteger la capa de ozono y prevenir grandes calamidades ambientales, sino también a mostrar comportamientos amigables y amorosos en casos puntuales como este, o con una planta de un jardín, o con una mascota hogareña.
De allí que lo verdaderamente significativo es que un episodio específico, el de un ave que le ha sido útil a la humanidad como símbolo de valores espirituales, arrastre movilizaciones amplias como la que ahora se está gestando en Colombia, a partir de la iniciativa del senador Camilo Sánchez, quien propone un referendo contra el maltrato animal.
Así, la fábula cruel de la lechuza maltratada en un febrero en Barranquilla no es una afrenta contra la ciudad, ni contra el Junior, sino contra la naturaleza, contra el planeta y contra todo un ecosistema amenazado.
Ojalá Sánchez cumpla con sus compromisos al pie de la letra y dejemos de ser un país que presencia impotente, e incluso celebra, los peores maltratos contra los animales, y que así el ciudadano – ese que ahora llora a la lechuza y expresa su indignación a través de las redes sociales de Internet – pueda manifestarse con su verdadero gran poder, el voto.
La lechuza, entonces, sería una vez más símbolo, y no de tantas cosas exóticas que le han atribuido las civilizaciones, sino de algo concreto: el triunfo de la sabiduría sobre la brutalidad.
Fuente: El Heraldo
En el lejano Oriente son sagrados guardianes de la vida postrera, veedores y custodias de las almas en su transición de un plano de la existencia a otro. Los antiguos griegos relacionaban a estas especies con Atenea, diosa de la sabiduría y la predicción. También las inscribieron en monedas, asociándolas con riquezas. En América, varias tribus aborígenes las relacionaban con sabiduría y conocimiento sagrado. Algunos usaban sus plumas en la cabeza para espantar al enemigo. Estas criaturas estrigiformes, aves rapaces nocturnas, son asociadas en Europa, particularmente por los celtas, con clarividencia y conocimiento. Su comportamiento en las ciudades modernas resulta curioso: prefieren las torres de las iglesias, los campanarios, los techos de los edificios. Y los estadios.
Esa razón instintiva, y ninguna otra, es lo que llevó a una familia de lechuzas a anidar entre los recovecos del estadio Roberto Meléndez. Quisiéramos pensar en Barranquilla que de verdad las aves son junioristas, y que su pasión rojiblanca las trajo desde los montes hasta nuestro templo deportivo y de allí a emprender su grácil vuelo durante los partidos del equipo. Cada cual tiene derecho a ver las cosas desde su propia perspectiva, sobrenatural si se quiere, incluso al punto de tomarse en serio lo de que cuando vuela la lechuza está vaticinado un triunfo.
Pero analizando ya en frío y con absoluto pragmatismo los hechos del pasado domingo, hay varios factores terrenales y concretos que considerar, incluso más allá de la verdad unidimensional de que el defensor panameño del Deportivo Pereira Luis Moreno es el único gran villano.
Ya en el pasado la lechuza había evidenciado el mismo comportamiento que le vimos el domingo. El ruido de la multitud y la luz artificial, en la hora activa de su biorritmo, la alteran y la llevan a posarse en la gramilla, como atontada. Allí, en ese mismo punto en que se produjo la desafortunada agresión, había estado durante varios minutos. ¿Por qué el árbitro o alguna autoridad del campo no ordenó sacarla y protegerla? Es menester recordar también que, justo antes de la brutal patada de Luis Moreno, la lechuza recibió un balonazo, consecuencia de que —embrutecida por los factores ajenos a su naturaleza— hubiere perdido su rumbo en la noche.
Luego vino la salvaje patada, imagen que le ha dado la vuelta al mundo. ¿Cuántos colombianos, panameños, venezolanos o habitantes del tercer mundo habrían incurrido en la misma conducta cruel y despótica del gigante Moreno? Imposible determinarlo, pero basta recordar que hace año y medio el jugador del Junior Jaider Romero también pateó a una lechuza ante el estadio lleno. Y ese tipo de actitud hacia los animales no solo corresponde a lechuzas en campos de fútbol, sino también a perros —como la que salvajemente fue muerta por policías—, pájaros cantores y casi toda criatura a la que se le ocurra la mala idea de cruzarse en el camino arrasador de ciertos humanos.
El problema entonces es mucho más complejo y generalizado que el que tanto movimiento mediático ha suscitado. Parte de los retos contemporáneos del hombre, de buscar una interacción armónica y sostenible con el planeta, no sólo se refiere a proteger la capa de ozono y prevenir grandes calamidades ambientales, sino también a mostrar comportamientos amigables y amorosos en casos puntuales como este, o con una planta de un jardín, o con una mascota hogareña.
De allí que lo verdaderamente significativo es que un episodio específico, el de un ave que le ha sido útil a la humanidad como símbolo de valores espirituales, arrastre movilizaciones amplias como la que ahora se está gestando en Colombia, a partir de la iniciativa del senador Camilo Sánchez, quien propone un referendo contra el maltrato animal.
Así, la fábula cruel de la lechuza maltratada en un febrero en Barranquilla no es una afrenta contra la ciudad, ni contra el Junior, sino contra la naturaleza, contra el planeta y contra todo un ecosistema amenazado.
Ojalá Sánchez cumpla con sus compromisos al pie de la letra y dejemos de ser un país que presencia impotente, e incluso celebra, los peores maltratos contra los animales, y que así el ciudadano – ese que ahora llora a la lechuza y expresa su indignación a través de las redes sociales de Internet – pueda manifestarse con su verdadero gran poder, el voto.
La lechuza, entonces, sería una vez más símbolo, y no de tantas cosas exóticas que le han atribuido las civilizaciones, sino de algo concreto: el triunfo de la sabiduría sobre la brutalidad.
Fuente: El Heraldo
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